martes, 21 de julio de 2009

Hacia el Equilibrio

En una plática franca y abierta, Sixto Porras y su esposa Helen nos hablan de sus luchas y las lecciones que han aprendido acerca de las dinámicas necesarias para mantener fresca la relación con la familia en medio del servicio ministerial.

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AP:¿Qué tensiones experimentaron como matrimonio durante los años que ejercieron la responsabilidad pastoral en la iglesia?

Sixto: Una de las tensiones es el hecho de que uno, como pastor, maneja su propia agenda; carecemos de alguien que esté encima de nosotros dándonos instrucciones en cuanto a horario o actividades. Por nuestra tendencia a enfocarnos más en el trabajo, caemos en la trampa de descuidar a la familia porque todo el tiempo lo consumimos en el trabajo pastoral. Además el trabajo de la iglesia, aparte de que es apasionante, resulta ser inagotable. Uno de los retos más importantes es, entonces, aprender a guardar el equilibrio en el manejo de la agenda sin sentir culpa alguna por esto. Como uno se sabe llamado por el Señor y necesita responder «no puedo atenderlo», se maneja cierta dosis de culpa. Por nuestra tendencia a enfocarnos más en el trabajo, caemos en la trampa de descuidar a la familia porque todo el tiempo lo consumimos en el trabajo pastoral. Uno piensa: «¿Qué pensarán los hermanos?»

También debemos educar a la congregación a fin de que entienda que en la agenda del pastor se destina tiempo para la atención pastoral, tiempo para encontrarse personalmente con Dios y tiempo para pasar con la familia.

En ese sentido los primeros años de nuestro matrimonio no resultaron fáciles porque yo no sabía cómo guardar el equilibrio. En cierto momento escuché a Helen decir «siento que Dios me ha robado a mi esposo». Entonces yo asumí la responsabilidad y confesé: «no es Dios el responsable sino yo, que no sé cómo manejar mi agenda. Yo luchaba con la culpa, así que acudí a mis pastores para confesarles que no sabía cómo disfrutar mi tiempo en familia y mis vacaciones. La primera orientación que me dieron fue establecer acertadamente mis prioridades. Pero conseguirlo no es tarea fácil. Es un ejercicio cíclico en el que uno debe permanecer consciente de esas prioridades. Hablando con el Señor, él me guió a Eclesiastés, y ahí aprendí el don de disfrutar la vida.

Creo que no existe mayor tristeza que terminar con éxito en el ministerio pero perder por el camino a la familia. Para mí, el éxito en la familia es llegar al final de los días habiendo amado a quien hemos tenido que amar. Helen ha conseguido sacar lo mejor de mí.

Era la necesidad de sembrar en el corazón de nuestros hijos que ellos eran importantes para él. Helen: Para mí el desafío mayor era lograr que él entendiera lo que yo estaba viendo, la necesidad en mis hijos —en mí misma— de querer compartir más tiempo. No quería que interpretara mi perspectiva como un capricho. Era la necesidad de sembrar en el corazón de nuestros hijos que ellos eran importantes para él. No quería, de ninguna forma, que llegaran a resentirse contra el ministerio. Mi desafío era compartirlo de tal manera que él quedara persuadido y conmovido. Pedí ayuda para saber cómo hablarle a Sixto sobre mi inquietud. No porque él mostrara un corazón cerrado, sino que era esencial que él reconociera la importancia de esa necesidad. Siempre le pedía a Dios que me diera el momento oportuno y la actitud correcta. Necesité ser firme en el momento justo de exponerle mi opinión, pues en el principio solo guardaba dolor. Entonces pude confesarle que no estaba dispuesta a continuar con semejante carga. Necesitaba que él se diera cuenta de que urgía que él introdujera cambios en la administración de su tiempo.

Él dispuso su corazón al cambio y pudimos llegar a acuerdos claros de cómo distribuiría el tiempo. Desde inicio de año definimos espacios en su agenda para la familia. Durante la semana establecimos días en los cuales saldríamos como familia; también organizamos tardes para que Sixto pudiera pasar tiempo con nuestros hijos. No seríamos nosotros los que buscaríamos en qué momento nos metíamos en su agenda. El tiempo ha pasado y puedo asegurar que los chicos se sienten a gusto, muy honrados de estar sirviendo al Señor.

Sixto: Uno de los errores que cometía con frecuencia era contraer compromisos justo en el periodo de vacaciones de los chicos, hasta que aprendí, con la ayuda de Helen, que lo más saludable era separar el tiempo de familia antes de que empezara el año. Y ahora, son los muchachos los que llevan una agenda más saturada, pero han aprendido a establecer las mismas prioridades.

AP: Ustedes han mencionado varios pasos que tomaron para resolver las tensiones. ¿Cuál fue la vía que encontraron para mantener un diálogo sano y productivo?

Helen: Seguí un principio: me casé con la premisa de que todo lo que Sixto y yo hiciéramos honrara el nombre del Señor, en pequeñas decisiones, conversaciones, estrategias. Para llegar a acuerdos la meta que siempre debíamos buscar era exaltar el nombre del Señor. Yo amo a Sixto, pero ante todo amo al Señor. Permanecía consciente de que cualquier acción que tomara, actitud que eligiera o palabra que pronunciara debía honrarlo siempre a Él.

Otro principio que consideré es que debía vivir mi matrimonio como una carrera de fondo. Otro principio que consideré es que debía vivir mi matrimonio como una carrera de fondo. Para llegar a donde queremos necesitamos dar los pasos acertados que nos permitan llegar al final. Si mis deseos están en primer lugar, no contribuye en nada a alcanzar la meta anhelada.

Estos han sido principios esenciales que nos han ayudado a saber que en todos los retos que enfrentemos juntos nuestra meta debe ser llegar a una solución, más que interponer nuestros deseos individuales.

Además el respeto ha sido un elemento vital. Cuando lo confronto por algo en lo el que siento que no ha actuado correctamente, siempre me ha expresado: «No tengo la respuesta porque no la sé, no se me ocurre». Su actitud siempre ha sido de escuchar con atención, apertura y respeto. Yo también lo respeto a él como mi esposo, como a un hombre a quien Dios ha llamado.

Sixto: Para mí ha sido clave la actitud de Helen: siempre ha sabido decir bien las cosas. Ese es el gran secreto. Si ella me hubiera gritado o insultado no hubiera provocado de mí la mejor actitud. Ambos partimos de la premisa de que nos amamos y ese diálogo nos ha ayudado. En algunos momentos yo reacciono, pero llega el momento en que rápidamente reflexiono y me doy cuenta de que lo que ella está diciendo tiene su óptica y su razón. Añado, también, que ambos hemos tenido confianza en decirnos la cosas.

AP: ¿Qué síntomas pueden alertar al matrimonio de que necesitan prestar más atención a su relación como pareja?

Sixto: Agresividad, reclamos constantes, distanciamiento, herirse mutuamente y no decir nada, tenerle temor el uno al otro. Es muy común —y triste a la vez— que alguno de los dos guarde silencio con respecto a lo que está pensando. Si me doy cuenta de cosas que deben ser llevadas al diálogo entre ambos y callo al respecto, estoy ante un síntoma de que algo ha bloqueado la comunicación fluida. El silencio puede conducir a situaciones extremas: hijos con síntomas de adicciones, por ejemplo, o depresiones, rebeldía. Las mujeres han caído en depresión porque acarrean resentimientos, no se expresan, no confrontan. En mi opinión, algunos de esos signos indican que existe una disfunción.

AP: Existe una tendencia natural en el varón a descuidar su relación con la familia; ¿por qué se acentúa tanto esa tendencia en hombres que están involucrados en el pastorado?

Sixto: A mí me parece que es por la cultura machista en la que hemos crecido. Yo entré al ministerio en una época en que el desafío era: «quien no deja padre ni madre no es digno de mí», y se sostenía este argumento con orgullo. Si tu ministerio no mostraba todos los elementos de sacrificio por el ministerio, se generaba culpa. Hoy estamos viviendo una época en la que la familia es un tema de enseñanza, la importancia de cuidar el hogar, de criar bien a los hijos.

Otro elemento en juego es que lo hemos ocultado a nivel pastoral. Descuidamos a la familia no porque estemos en el pastorado, sino que es una de las áreas que no hemos permitido que Dios trate con nosotros. Hace poco atendí a la hija de un pastor que me compartía: «mis hermanos se han ido de la casa. Mi papá es tan duro y religioso que mis hermanos odian todo lo que tenga que ver con fe. Mi papá nos echa de la casa cuando nos atrae alguien que no es cristiano. Es tan duro que, si alguno de nosotros quiere ayudar al que se fue de la casa, mi papá se lo prohíbe, de manera que cualquier ayuda que le brindemos se la damos en secreto». Me dolió profundamente escuchar esta hija de pastor. ¿Cómo puede llegar a ocurrir algo semejante? Él se relaciona de esa manera no por estar en el pastorado, sino porque ha sido mal educado en términos de lo que significa ser cristiano y sobre todo ser padre.

Helen: Eso me lleva a pensar en los desafíos que enfrenta la familia pastoral. Muchas de las posturas como la de este pastor, se deben a las expectativas erróneas que se han formado con respecto a las funciones, roles y comportamientos de los miembros de la familia pastoral. Ha caído un peso y una demanda insostenible sobre sus hijos —que deben seguir una conducta específica—, sobre su esposa, y sobre el mismo pastor. Esa presión puede producir crisis como la del ejemplo que acaba de compartir Sixto. Y muchas veces se les pide algo que no necesariamente es lo que Dios quiere que cada uno haga.

AP: ¿De qué manera sería conveniente educar a la congregación para que no ejerza sobre la familia pastoral semejante presión?

Helen: Primeramente debe darse un espacio a la reflexión interna sobre qué significa la función pastoral. Sixto nunca puso demandas sobre mí, ni sobre nuestros hijos. Yo también luché para que esas demandas no alcanzaran a mis hijos. Primeramente debe darse un espacio a la reflexión interna sobre qué significa la función pastoral. Se les enseña a los otros cuando vivimos con tranquilidad, sabiendo que es Dios quien nos mueve a llevar a cabo algo. Uno lo puede expresar cuando conversa con las personas, haciendo comentarios que muestren valor a su familia. Yo no quiero que mis hijos lleguen a desarrollar resentimientos o actitudes negativas sino que disfruten. No crear expectativas sobre ellos ha sido de gran ayuda.

Sixto: Yo le enseñé a la iglesia que Helen era mi esposa, no la pastora, y que íbamos a esperar que Dios hablara al corazón de Helen para que ella ocupara el lugar que ella sintiera que debía ocupar. Unas personas le decían que debía dirigir a los niños, a las mujeres, y Helen no quería dirigir nada de eso. Helen tenía veintiún años. Tuve la libertad de hablarle a la iglesia para que no trasladaran los modelos pastorales que habían visto antes a nuestra nueva vivencia de familia y de mí como pastor.

Helen: A mi hijo mayor una maestra de la escuela dominical le dijo que se debía comportar como su papá. Y le pregunté a mi hijo, «¿qué pensás sobre eso?» Me respondió: «¡entonces yo debería portarme tres veces peor!» Por las historias que había escuchado sabía que su papá había sido un niño muy inquieto, travieso, activo. Esta maestra estaba viendo a un hombre formado, ¡de cuarenta años y esperaba que el niño de doce se comportara como él! Yo pude enseñarle a mi hijo a ubicar las cosas, a aprender a interpretar los comentarios para que no guardara ningún dolor en su corazón y, en consecuencia, mis hijos aman el ministerio y admiran el trabajo que se realiza.

AP: ¿De qué manera se ha enriquecido su relación matrimonial el cumplir sus funciones ministeriales de una manera diferente a la convencional?

Sixto: Yo no conozco otro trabajo más que servir al Señor tiempo completo. Cuando me inicié como pastor apenas comenzábamos nuestra relación de noviazgo, y nos casamos menos de un año después. Yo no conozco otro trabajo más que servir al Señor tiempo completo. Las cosas más bellas que he podido disfrutar, esa comunión con el Señor, las he disfrutado también como matrimonio y familia. Nos ha bendecido el amor de las personas, pues siempre ha habido quien nos ame. Otro elemento enriquecedor es el respaldo que nuestras familias —la de Helen y la mía— nos han dado para el ministerio. Ha sido un respaldo espiritual, moral, emocional y económico. Servir a la iglesia de Cristo también me obliga a mantener mi comunión con Dios. El mejor discipulado es el servicio, porque te obliga a buscar y a depender de Dios. Debes mantenerte humillado, quebrantado, dependiente de Él, en una búsqueda continua de su presencia. Otro regalo que no tiene precio es ver a nuestros hijos crecer con la marca de Dios en sus vidas, y la huella de Helen y mía en ellos. Tengo en gran estima la amistad que nos une a Helen y a mí. Vale la pena invertir en la familia. Pero la calidad de la relación que disfrutamos se debe sólo a la gracia y misericordia del Señor. Sin Cristo dudo de que lo hubiera logrado. Sólo en Cristo cobra otro sentido la vida.

Helen: Mi inspiración siempre ha sido el Señor. Él es el que nos ha levantado inspirado en los momentos difíciles en el ministerio y en el hogar. El ministerio es otra fuente de inspiración, otro reto para llevar adelante el matrimonio. Podemos servir al Señor porque hemos construido un hogar donde es posible vivir la gracia del Señor, pero, igual, podemos recibir bendiciones en nuestra relación de familia porque el Señor nos motiva a través del servicio. Todo viene del sustentador de nuestra alma, y vuelve a él como una ofrenda de gratitud por su gracia en nosotros.

AP: ¿Helen, alguna vez, en los veintitrés años de su matrimonio, deseaste que Sixto se dedicara a otra tarea?

Helen: No. Ha sido nuestra forma de vida. No lo visualizo haciendo otra cosa porque su pasión es servir a las personas y ver que mejoren. Lo conocí sirviendo al Señor; creo que para eso nació y así morirá.

AP: ¿Qué consejo le darían a otros matrimonios que están en el pastorado?

Sixto: Después de treinta años de caminar con el Señor creo que la lucha más grande que uno enfrenta es mantener la frescura de su relación con el Señor, el anhelo de buscar a Dios y tener hambre de Su Persona. He visto a muchos compañeros del ministerio transformar esta experiencia íntima en profesión, cuando debería seguir siendo pasión, entusiasmo por verlo y conocerlo. Resulta imprescindible desarrollar el corazón de un discípulo.

Actualmente se ha levantado una gran trampa que lleva a la exaltación de nosotros mismos. En cierta oportunidad vi a una chica que le besaba el anillo a su papá, como ministro de Cristo. Después de consultarle al pastor me explicó que ella lo hacía por respeto. Tal cuadro me dejó asustado y clamé al Señor: «¡guárdanos!».

La lucha diaria que enfrentamos no es fácil. Surgen momentos en los que uno se enoja, o se frustra; por estar sensible puede lastimar a otros. Les diría a los papás y esposos que no es justo para los demás que ellos sientan miedo ante nosotros. No podrán encontrar nada más hermoso que sentir el corazón de su hijo y de su esposa y disfrutar esa comunión. Quiero llegar al final de mis días diciendo, como Pablo: «he peleado la buena batalla, he corrido la carrera, he guardado la fe, el amor de mi familia, los he visto crecer en Cristo».

Otro principio que he aprendido y me gustaría legar es que no importa los años que uno lleve en el ministerio, siempre será necesario cuidar tu matrimonio y tu familia como si estuvieras comenzado. He visto compañeros de ministerio que, después de muchos años, caminaron hacia las trampas que el enemigo les había tendido y abandonaron a su familia. La experiencia de ellos me ha llevado a concluir que no hemos llegado a la meta sino hasta el último momento. Es esencial que mantengamos fresca nuestra relación con Dios, viviendo una vida de equilibrio, tomando tiempo para descansar, para reír, para celebrar, servir y trabajar, entendiendo que el crecimiento lo da Dios, y que este siempre se dará por la gracia y misericordia de Dios.

Publicada en Apuntes Pastorales XXI-4, Desarrollo Cristiano Internacional, ©2009. Se reservan todos los derechos.

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