martes, 4 de agosto de 2009

En los Días de Ezequías

Periódicamente necesitamos que se nos vuelva a recordar cuál es la esencia de nuestro llamado. Aunque no podemos olvidar que el pueblo está compuesto de individuos, es necesario protegerse de los peligros que entraña un culto personal y solitario a Dios. Hoy resulta vital identificarse con la Iglesia.

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Hablar del culto a Dios no es hablar de la pompa de un ritual rutinario; ni del laicismo de una fría reunión, sin un atisbo de clerecía; tampoco de la «fervorosa» actitud de personas exaltadas por una emoción que está fuera de todo control. El culto que debemos al Señor, y que seguramente le debe de agradar, es el que resulta de abandonarnos en sus manos y de dejar que el Espíritu Santo actúe libremente en nuestro interior. Pero siempre conscientes de nuestros hechos, para dar fruto de labios que confiesan su nombre (He 13.15) y adorarle en espíritu y en verdad (Jn 4.23). Así es como participa en este culto nuestro espíritu, alma y cuerpo, en una variedad que sólo está en el programa de Dios para que su pueblo, inspirado por él, se lo ofrezca lo más a menudo posible. Esta entrega nace del íntimo deseo de dar toda la gloria a Dios, pues es lo que a él le satisface porque es digno de suprema alabanza (Sal 145.3).

Y, precisamente, este culto es lo que la Iglesia le ha escatimado por siglos, a excepción, de vez en cuando, de uno que otro individuo o pequeña comunidad, que han entendido bien que dar culto a Dios es la ocupación más importante de su pueblo. Este pueblo, reunido con el propósito de darle gloria, debería esperar, en cada celebración que ofrece al Señor, el testimonio del Espíritu de que Dios ha aceptado el culto que se le ha rendido. Este testimonio lo recibimos cuando dependemos de su inspiración y nos entregamos a nosotros mismos a Dios con toda sinceridad.

El ejemplo de Ezequías

En esta espera se encontraba el rey Ezequías mientras restauraba el culto a Dios, situando en sus mecanismos rituales todo el simbolismo de un culto ofrecido en la mayor dependencia del Espíritu Santo. De su misión debemos aprender mucho, y sentirnos desafiados a restaurar, a la vez, el culto que, entendemos, alguna vez le ha ofrecido la Iglesia a su amado Señor: saturado de limpieza de vida y de auténtico fervor espiritual, pero que ahora es pobre y carnal.

Este rey, es uno de los pocos que la Escritura menciona como uno que «hizo lo recto ante los ojos de Jehová» (2Cr 29.2). Esa rectitud lo centró en la restauración del culto al Señor. Su virtud consistió en reconocer que él y su generación, y sus antepasados habían obrado mal, al llenar la casa de Dios de inmundicia, tal como lo relata el capítulo 24 del Segundo libro de Crónicas. Una vez más, la heroína del relato había defraudado a su amado, yendo tras los baales. Pero, ahora, el Espíritu Santo levantaba a un hombre que conduciría a este pueblo a reconocer su pecado y al ofrecer frutos dignos de arrepentimiento.

Otra vez, en el curso de la historia, el pueblo de Dios volvía a reconocerlo como Señor y, por lo tanto, lo hacía digno del culto que de inmediato iba a ofrecerle. Es interesante observar, en el último versículo del capítulo 29, que todo lo realizaron rápidamente porque Dios había preparado al pueblo para que le ofrecieran aquel primer culto. La preparación consistió en el reconocimiento de su pecado y su consecuente santificación.

Es necesario discernir que cuando una iglesia carece de un culto a Dios, en espíritu y en verdad, se debe a que esta ama otras cosas: va en pos de los «baales» y vive en adulterio. El regreso al culto a Dios es la señal inequívoca de que ha vuelto a la buena senda.

Fue un período relativamente corto el de aquella restauración, después siguieron dos reyes impíos que hicieron lo malo: Manasés y Amón.

El culto a Dios es la facultad de terminar con este ciclo; con las idas y venidas, las caídas y los levantamientos. De esto trata el culto a Dios, de permanecer en fidelidad. Ezequías tenía esta intención, y solo la superaba su anhelo por ofrecer a Dios no sólo un culto normal, sino uno de mayor gloria aún. Y pronto recibiría la oportunidad de celebrarlo, ya que la Pascua estaba cerca.

Una materia pendiente

Estamos urgidos por el tiempo. La hora de ir hasta lo último de la tierra con el evangelio del Reino hace rato que sonó. Pero, aun así, tenemos una tarea más urgente a la cual debemos dedicarnos todavía, y es restaurar el culto a Dios de una manera permanente. ¡Pero hablo del culto a Dios, del verdadero culto que reconoce al Señor como digno de todo honor y de toda gloria! Aun estando ocupados en los asuntos de Dios y en un servicio indirecto a él, somos capaces de provocar el celo de Dios por no dedicarnos a la mejor parte: estar a los pies de Jesús adorándole y escuchándole. Y él mismo, en los evangelios, nos demuestra que esto le gusta y le complace. Es lo que vemos en su respuesta a Marta, que en su afán por servir condenó a su hermana (Lc 10.41–42); igualmente en su respuesta al fariseo (Lc 7.36–50), y a Judas, el Iscariote; (Jn 12.1–8), cuando ambos protestaron por una mujer que lo ungió en cada oportunidad. Dios rechaza el culto cuando es ofrecido en apariencia y no viene de un corazón limpio, agradecido y amante, tal como lo predica Isaías en el capítulo 1 de su libro.

El pueblo debía santificarse para aquella restauración de Ezequías, pues el arrepentimiento siempre trae aparejado el deseo de rendir tributo; por esto es importante que pase por el lavamiento santificador. Si la Iglesia ha abandonado el culto que Dios es digno de recibir, debe detener urgentemente todas las otras actividades, o bien reducirlas a la categoría de mantenimiento, para dedicarse a preparar ese servicio directo al Señor de señores y Rey de reyes. Ninguna actividad es correcta, si primero la Iglesia no deja todo para consagrarse a su oficio de esposa de Cristo, ya que su ocupación primordial es servir limpia y santamente a Dios mismo, el cual es espíritu. Este es el culto al Señor.

Este es el culto racional, en el cual no solo interviene el ser entero, sino un doble conocimiento de Dios: el espiritual y el mental. Por un lado, a veces, no deja satisfecho a nuestro espíritu, pero nuestra mente sabe que no se podrá ir más allá. Otras veces el espíritu queda satisfecho, pero la mente sabe que el Señor merece mucho más. Resulta innecesario buscar la paz en esta lucha mental y espiritual, que tantas veces descorazona a los creyentes y los lleva a los hospitales. Es dominar en paz todas las emociones del ser, que en ninguna manera significa que las ocultemos, sino que las manifestemos racionalmente (Ro 12.1).

Reorganizar las prioridades

Para lograr este control necesitamos dedicar tiempo, pues todo lo demás resultaría vano, si fallamos en nuestro culto. Levantemos el campamento. No encaremos más programas, ni campañas, ni actividades, si no hemos afirmado nuestros pies en esa contemplación y exaltación a Dios. Tiempo vendrá en que aquellas tareas podrán ser encaradas y que todo podrá llevarse a cabo simultáneamente, pero esto sólo ocurre cuando el culto a Dios ya es una experiencia vital en el espíritu, alma y cuerpo de la Iglesia. Durante el periodo en que el pueblo se preparó bajo la restauración de Ezequías, no se relata que el pueblo se enfocara en otras labores, aunque suponemos que se realizaban, pero a título secundario, en un plano tan inferior que ni siquiera se mencionan.

Considero necesario destacar que la vida cotidiana continuaba, porque el propósito de este artículo no es impulsar el estancamiento de la Iglesia ni cerrar las puertas al crecimiento numérico, sino todo lo contrario. Su propósito es que se levanten iglesias numerosas, llenas de gente. Se llenará, pero de hombres y mujeres que, a su vez, estén llenos del Espíritu Santo. Sin embargo, no esperemos que las iglesias se llenen de esa gente espiritual con esa pasividad que sufre el pueblo en el renglón de la evangelización. Ese crecimiento ocurrirá solo con la plena participación de cada uno, y después de haber encontrado la verdadera motivación para evangelizar, la cual es la gloria de Dios. Esta motivación la recibe el creyente directamente de Dios, porque es sacerdote de él, y ministra en primer lugar al Señor. Sin ese culto restaurado, sin esa limpieza para poder acercarse a su presencia, una iglesia numerosa no es más que un montón de gente librada del infierno. Es gente llena de necesidades espirituales y físicas, que se pasa la vida extendiendo la mano —no tan limpia—, en una actitud limosnera que no armoniza con las riquezas de un heredero de la gloria venidera, ni de un elegido de Dios que es transformado de gloria en gloria. Además, debe ser la totalidad de la iglesia la que esté inmersa en la tarea evangelizadora, no una elite.

En el culto que la amada ofrece a su Amado, el pueblo reconoce los méritos de Cristo y no puede contener su admiración y gratitud. En el tiempo de Ezequías restaurar el culto era un asunto nacional; hoy es un asunto universal, que empieza en cada una de las iglesias que forman este vasto mosaico de denominaciones, pero que cada una está incluida en la Iglesia del Señor.

Aunque no podemos olvidar que el pueblo está compuesto de individuos, es necesario protegerse de los peligros que entraña un culto personal y solitario a Dios. Hoy resulta vital identificarse con la Iglesia. Que esa búsqueda personal de Dios y de la paternidad espiritual estén cubiertas por esa identificación, y que cada proyecto que deba desarrollarse como individuos sea a plena conciencia de esa función de cuerpo.

Adaptado del libro Congregados para darle Gloria, ©1986 por Editorial Quilmes. Se usa con permiso. Se reservan todos los derechos. Publicado en Apuntes Pastorales, Volumen XXV – Número 3. DesarrolloCristiano.com, todos los derechos reservados.

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